Pablo de Tarso, Apóstol de Jesucristo por voluntad Divina

A San Pablo le conocemos mejor que a ningún otro personaje del Nuevo Testamento gracias a lo que nos trasmite San Lucas en los Hechos de los Apóstoles y lo que él mismo nos cuenta de sí en sus cartas.

Nació en Tarso de Cilicia, de una familia judía de la tribu de Benjamín, pero al mismo tiempo ciudadano romano. En su juventud recibió una profunda formación religiosa, según las doctrinas fariseas, en Jerusalén de su maestro Gamaliel.

Fue perseguidor encarnizado de la Iglesia cristiana naciente. Y de esta actitud sufrió un cambio radical en el camino de Damasco, por la aparición de Jesucristo resucitado, que le manifestó la verdad de la fe cristiana y le dio a conocer su misión especial de “Apóstol de los gentiles”. Y desde aquel día dedica toda su vida, sus energías al servicio de Jesucristo y al anuncio del Evangelio.

Estamos acercándolos al final de año paulino, y hemos de dar gracias a Dios por las abundantes bendiciones que a lo largo de este tiempo Dios ha concedido a su Iglesia; estos días han representado una gran oportunidad para ahondar en la persona, vida y enseñanzas del Apóstol de los Gentiles, así como una ocasión para renovar el impulso misionero de cada bautizado, de los distintos movimientos apostólicos y de toda la Iglesia.

El título del presente artículo cobra fuerzo y sentido gracias al texto de los Hechos de los Apóstoles, (9, 10-16), en el que San Lucas describe el diálogo entre Dios (que elige y llama) y Ananías (testigo de la elección divina), sabré éste que Pablo instrumento querido por Dios, para anunciar el Evangelio de Jesucristo, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Se anuncia también como esa tarea ardua significará para Pablo grandes sacrificios. Leamos el texto mencionado.

Había en Damasco un discípulo llamado Ananías. El Señor le dijo
en una visión: «Ananías.» El respondió: «Aquí estoy, Señor.»
Y el Señor: «Levántate y vete a la calle Recta y pregunta en casa de
Judas por uno de Tarso llamado Saulo; mira, está en oración
y ha visto que un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las
manos para devolverle la vista.»
Respondió Ananías: «Señor, he oído a muchos hablar de ese
hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén
y que está aquí con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a
todos los que invocan tu nombre.»
El Señor le contestó: «Vete, pues éste me es un instrumento de
elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de
Israel.
Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre.»

Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, tuvo este encuentro personal con Cristo Jesús, acontecimiento que le cambió la vida para siempre.

Pablo queda transformado, y este cambio él lo asume con tal convencimiento y decisión, como bien queda especificado en cada una de las introducciones de sus cartas. No titubea en su llamamiento y elección. Leamos por ejemplo las primeras palabras de la Carta a los romanos: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios (Rm 1, 1). De igual modo la introducción a la segunda epístola a Timoteo dice: “Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios para anunciar la Promesa de vida que está en Cristo Jesús”.

Si los cristianos de hoy, como San Pablo, asumiéramos con convencimiento y decisión nuestra llamada personal, por la fuerza del bautismo, otra historia sería de nuestras vidas, y otra fuerza apostólica tendría la Iglesia. Y hemos de tomar muy en cuenta que las circunstancias que rodeaban a Pablo no eran nada favorables ni con los primeros cristianos de Damasco, ni con los judíos; pero él se sabía asistido por la gracia de Dios que no defrauda y que todo lo puede.

La misión apostólica de San Pablo, pues, estuvo rodeada de sacrificios y de grandes renuncias, pero prevalece en él la alegría, y sobre todo de la gratitud, porque el Evangelio que él anunciaba era conocido y recibido por aquellos a los que se les predicaba. Así leemos por ejemplo en la primera carta a los Corintios:

Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de
Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús,
pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en
todo conocimiento. (I Cor. 1, 4-5)

Esta misma idea de alegría y gratitud aparece en la carta a los Tesalonicenses:
Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
por vosotros en nuestras oraciones,
al tener noticia de vuestra fe en Cristo Jesús y de la caridad que
tenéis con todos los santos,
a causa de la esperanza que os está reservada en los cielos y acerca
de la cual fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio,
que llegó hasta vosotros, y fructifica y crece entre vosotros lo mismo
que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de
Dios en la verdad: ( Tes 1, 3-6).

A la luz de estos textos que nos ofrece San Pablo podremos descubrir que dedicar la vida por entero a Dios no es una tragedia, ni una renuncia ciega, sino un gozo, una gran alegría: Saberse instrumento de redención en las manos de Dios.

Así pues, afrontemos nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por este convencimiento que san Pablo nos ofrece: Dios quiere contar también con nosotros para anunciar a este mundo tan maltrecho el gozo del Evangelio.


P. Jorge Mario

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